Cuando Diego Velázquez muere en agosto de 1660, el pintor cordobés Juan de Alfaro es un chaval de 17 años que había conseguido entrar como aprendiz en el estudio del gran Velázquez. Pero este brumoso personaje cordobés, deslumbrado por la categoría de su maestro, llega al parecer en poco tiempo, a ser algo más que su discípulo.
Juan de Alfaro (Córdoba, 1643 - 1680) pertenece a una familia de noble apellido; los Alfaro, que son élite cultural del interesante Barroco cordobés. Su hermano es escritor, él mismo está considerado también como poeta; su padre es farmaceútico y escritor y su abuelo es médico y escribe el primer tratado de cirugía de la cabeza conocido en España. Al parecer su refinada educación y habilidad para la escritura, lo lleva a ser en cierta manera una especie de secretario particular del maestro Velázquez.
La primera prueba de esta relación especial con Velázquez la encontramos en una pequeña publicación que es un inventario de 41 obras de arte que Felipe IV traslada al Escorial. Las descripciones de estas son del mismo Velázquez, pero como se puede leer en la portada, la obra va firmada, quizás como editor o recopilador por Juan de Alfaro. Esto hoy es muy discutido por los especialistas, pero el documento está ahí de forma veraz, habrá quizás que datarlo correctamente pero es indiscutible la firma de nuestro Juan de Alfaro.
Pero como os comento, la relación entre el maestro y discípulo va más allá de la relación profesional. Juan asiste a todos los actos del funeral de Velázquez y mientras este reposa en el catafalco de la capilla ardiente, él lo acompaña haciendo un apunte de su rostro ya sin vida, que es el dibujo que encabeza este artículo y que hoy está en París en la Colección Frits Lugt.
Pero Juan de Alfaro no solo hace el último retrato de Velázquez, también es el encargado de escribir el epitafio que se grabará sobre su lápida en la parroquia de San Juan en Madrid. Esta iglesia y la sepultura de Velázquez serían completamente destruidas durante la invasión francesa, por lo que hoy, al igual de lo que sucede con los restos de Cervantes, sus huesos y último descanso están desaparecidos.
Pero entonces ¿cómo llega el epitafio hasta nosotros?. Pues esta es la tercera y más interesante acción de Alfaro, que queriendo conservar la memoria del genial y admirado Velázquez, empieza a reunir datos y notas para construir una biografía de su desaparecido maestro. No será él quien la publique sino su discípulo y también pintor cordobés Antonio Palomino. Este, que además de pintor pasará a la historia por ser un excelente divulgador, está empeñado en publicar siguiendo la estela de los italianos, una recopilación de biografías de los artistas españoles habidos hasta la fecha.
Al final serán tres tomos lo que Antonio Palomino de Castro (Bujalance, 1655 - Madrid, 1726) publicará con el título de “El Museo Pictórico y Escala Óptica”. Este “parnaso español” es una de las principales fuentes para la historia de la pintura barroca española. Todas la biografías del gran Velázquez que hasta la fecha se han escrito, han tenido y tienen como base documental a esta primera obra publicada por Palomino y que nace de las notas y conversaciones que Juan de Alfaro tiene con su discípulo, al que al final encomienda este asunto.
Este grupo de pintores barrocos cordobeses, que extrañamente son competidores bien avenidos, no es completo si no incluimos la figura de un tercero: Antonio del Castillo y Saavedra (1616-1668) es el primer maestro que acoge en su taller a un jovencísimo Alfaro, antes de pasar al estudio de Velázquez. Una curiosa anécdota que sucede entre ambos y que narra Palomino en su Museo Pictórico, puede servir de colofón para hacernos una idea del espíritu de cooperación y limpia competencia que entre estos artistas cordobeses había.
LA ANÉCDOTA
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Alfaro vuelve a Córdoba con poco más de 20 años, ya prestigiado por su estancia en la Corte. El primer encargo que recibe es el de pintar los cuadros del Convento de San Francisco, que en ese momento estaba en discusión si debían pintarlos Saravia o Antonio del Castillo (su primer profesor de pintura). El encargo recae sobre Alfaro, y este, que debía tener un Ego disparatado, firmó todas las obras con el letrero “Pinxit Alfarus”. Antonio del Castillo, gastándole una broma, firmó el único cuadro que hiciera para ese claustro con la frase “Non fecix Alfarus” burlándose así de la presunción de su discípulo.
Alfaro debió encajar bien el golpe, pues preguntado por el propio Palomino qué le había parecido el hecho contesto: “que había sido una gran honra para él competir con varón tan barbiponiente en la persona y en la pintura".
El cuadro en cuestión es el Bautismo de San Francisco de Asís que puede contemplarse en el Museo de Bellas Artes de Córdoba.