Una tarde veraniega del año 2005 voy paseando por la calle del Sol.
En una farola hay pegado un anuncio de una casa que se vende en el barrio, con un teléfono de contacto.
Mi curiosidad me lleva a llamar.


 

Me contesta una mujer que se llama Mabel. Quedamos en vernos ahora en la casa que está al ladito, en la calle del Viento (actual Ronquillo Briceño) número 10.

Al doblar la esquina de la calle del Viento con la Iglesia de Santiago una brisa deliciosa corre. Me abre Carlos, el marido de Mabel. Al entrar en la casa, me encuentro con un patio irregular y un gran fresquito. Un toldo verde cubre el patio desde la azotea y me siento como en mi casa.

 

Me gusta.

 

Carlos es luthier de profesión y Mabel es concertista de cello. Tienen un niño pequeñito que andurrea por el patio.

 

Me enseñan la casa y a pesar del desastre de materiales sobrepuestos a la casa original, hay algo en ella que me hechiza y también el olor a madera que sale del taller de Carlos y que impregna toda la casa.

 

A pesar de no tener ninguna intención en comprar nada, ni tener dinero alguno, quedo con ellos para otro día seguir charlando.

 

Sin embargo un viejo deseo, muy viejo está saliendo a la superficie y anda detrás de esta segunda cita.

Un deseo que ha ido tomando palabra a cada viaje que hemos realizado Gema y yo.

 

Pero que es mas antiguo aun, de cuando era niño , ese afán de construir casas con las manos, con piedras, esa cualidad natural de hospitalidad que corre por mis venas, desde los ancestros de mi abuela María López Alarcón.

 

Y así con estos mimbres me dispongo a entregarme al destino. Mas el caso es que no tengo un chavo...


 

 

 

 

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